jueves, 7 de octubre de 2010

Bicicletas de dos ruedas y vestidos de brillantes. Parte I

¿Alguna vez te has levantado y al mirarte en el espejo te has dado cuenta de cuanto has cambiado? De repente eres el triple de alto, de delgado y tus rasgos se han afilado tanto que todo tu rostro tiene personalidad propia.

Clarisse se enganchó todo el pelo con una goma de cuatro colores. Ni siquiera se cambió para salir al campamento que el circo había preparado alrededor de la zona, colocando cada una de las caravanas en diagonal para formar un circulo que podría ser catalogado de muchas cosas menos de perfecto. Se calzó sus deportivas blancas y salió al aire libre con sus pantalones cortos y grises y su camiseta de tirantes.

Ahora Le Cirque de les Fées volvía a empezar. Habían pasado diez años en carretera que Clarisse había disfrutado al máximo. Había podido viajar por todo el mundo, desde América del Norte hasta la India. Habían dado el salto a Australia y Clarisse que en su vida había salido de la pequeña ciudad de Pine Bluff, había montado tantas veces en avión que se conocía a la perfección las recomendaciones de las compañías de vuelo.

La castaña descubrió a Julien sentado encima de la rama de un árbol con su violín en las manos y un cuaderno a su lado. Clarisse sonrió al verle en vaqueros. Era tan extraño ver a Julien con indumentaria normal como ver en medio de la quinta Avenida una persona con armadura. Julien la vio acercarse y silbó con sus dedos metidos en la boca. Clarisse soltó una carcajada mientras se enganchaba entre los huecos del tronco para poder sentarse en otra de las ramas junto a su mejor amigo.

-¿Qué haces aquí encaramado?-preguntó, ladeando la cabeza para mantener el equilibrio sobre el fino asiento.

Julien sonrió y sacudió frente a su cara el cuaderno que tenía entre manos.

-Escribo la nueva canción, ahora que empezamos de nuevo tenemos que mejorar las cosas.-explicó quitando el capuchón del bolígrafo con los dientes y corrigiendo alguna nota más.-¿Y tú qué tal llevas lo tuyo?

-Bien...-dijo Clarisse, en un tono muy poco convincente.-Tengo que hablar con Martha antes de enseñárselas a Clermont. Dice que quiere quitarme el poco Internet que tengo, según ella me hace perder imaginación.-la joven hizo una mueca sacándola lengua y el trovador sonrió sacudiendo la cabeza.

-Se preocupa por ti.

-Demasiado.-bufó.-Llevo toda mi vida inventándome historias, solo estoy sufriendo un parón.

-Se te agotaron las mentiras, ¿no?- Julien alzó ambas cejas mirándola. Clarisse se mordió el labio inferior y miró hacía otro lado, hacía la zona donde la compañía había comenzado a construir la carpa del circo.

En aquellos diez años, Clarisse había viajado mucho, había visto millones de museos, estatuas y monumentos famosos. Había aprendido a hablar con fluidez francés, español, italiano, alemán y portugués y se manejaba un poco con el japones, indio y árabe. Clarisse había conocido a mucha gente diferentes y había disfrutado de culturas muy diferentes. Y no había dicho la verdad en todo ese tiempo.

Cuando alguien le preguntaba sobre su pasado siempre tenía algo que contarle, sin ningún tipo de apuro. Cuando estaba en la India les contaba como su novio había muerto en el atentado de Oklahoma. Cuando estaba en América les contaba como el hijo de un sargento árabe se había enamorado de ella y que al no poder estar juntos se había alistado en una de las exploraciones a la zona interna de África.

Cuando estaban en invierno, contaba como había sido su amor de verano y cuando era verano, contaba como un chico la había encontrado cargada de bolsas bajo la lluvia y la había ayudado. Para muchos su padre era un hombre de negocios millonario y su madre una ex secretaria que había sido despedida por no aceptar someterse al aborto. Para otros tantos su padre era un aguerrido soldado del ejercito Estadounidense enviado a Irak.

-Clarisse, no puedes intenta caerle bien a todo el mundo.-murmuró Julien entre suspiros, dejando el cuaderno sobre sus piernas.

-Mis amistades no duran más que una noche, ¿qué más da lo que les cuente?-dijo Clarisse quitandole el cuaderno de las manos y leyendo las notas, tocando la canción en su mente. No sonaba demasiado bien y eso era malo, porque todas las canciones de Julien eran geniales, podían compararse perfectamente con la música del siglo XVI, incluso, superarla.-Le Chason Douce.-musitó y como única respuesta Julien sonrió débilmente y volvió a recuperar su cuaderno con rapidez.

Clarisse le miró y se quedó así un buen rato. Cuando tenía trece años creía estar enamorado del trovador. Incluso se lo había dicho a él en uno de sus paseos. Siempre a tenido la libertad de decir y hacer lo que quisiera y cuando se sintió lista, le confesó sus sentimientos a Julien.

El trovador había sonreído y mirando al cielo le despeinó su pelo castaño.

-No Clarisse, tú no estas enamorada de mi.-le dijo, agachándose un poco para quedar a su altura.-Me quieres, pero no de esa forma. Aún no entiendes muchas cosas, sé que eres mayor y te trato como tal, pero aún sabes lo que es sentir que alguien lo es todo en tu vida. Que tus pensamientos, tu moral, tu imaginación giran en torno a él como si el fuera la Tierra y tú su satélite.

Clarisse había pestañeado muy despacio y había desviado la mirada hacía el atardecer de los Pirineos donde se encontraban.

-¿Te has enamorado alguna vez, Julien?

El trovador sonrió y asintió con la cabeza.

-Una vez.

-¿Y qué ocurrió?

-No salio bien. Ella tenía un futuro en un sitio fijo, yo era un alma libre y tenía que moverme.-suspiró y golpeó con sus zapatos de punta redondeada una de las piedras del camino.-El circo no es buen acompañante en el amor. Ella podría haberlo dejado todo por venirse conmigo. Yo podría haber abandonado la música y el circo por estar con ella. Pero ninguno de los dos seriamos felices, y si las cosas salieran mal, acabaríamos echando de menos una vida que nos perdimos.

-¿Todos los amores terminan mal?

-Normalmente. El amor verdadero no existe, siempre hay algo que lo destruye, llamalo televisión, Internet o sociedad. La gente intenta ser quien no es y eso destruye el amor. Sé tu misma siempre, nunca sabes quien puede ser la persona adecuada y a lo mejor, por intentar sorprenderle, acabas perdiéndolo.

Por supuesto Clarisse no había hecho ningún caso a su consejo y se había convertido en la perfecta actriz de una película que ella misma se inventaba.

Julien resopló de nuevo y cerró su cuaderno con fuerza, despertando tanto a Clarisse que estaba a su lado, como a un bandada de pájaros que dormitaban en uno de los árboles cercanos.


sábado, 2 de octubre de 2010

La primera vez que la mentira pudo hacerse realidad.

Era relativamente pronto o tarde, depende de porque lado lo miraras.

Para un hombre entrado en años, que lleva trabajando toda una vida, manteniendo a una familia que no se lo pagaba como se merecía, era relativamente tarde.

Para un joven de poco más que de diecisiete años, con mil noches por delante y muchas mañanas tiradas a la basura, era terriblemente pronto.

Para ella era solamente una hora más, en un día más de un mes más. Las ruedas de la caravana donde viajaba daban tumbos que rebotaban en su espalda y no la dejaban dormir. Se frotó los ojos con ambas manos y de un salto se pudo de pie en el suelo de madera, descalza, disfrutando del cambio de temperatura de la cálida manta al frío suelo. Un bote más y acabó sentada de nuevo en su cama desecha.

Una alegre música de acordeón empezó a sonar desde fuera y sonrió, asomándose por la ventana de su caravana. Julien, el trovadore, tocaba animadamente, golpeando el suelo con sus zapatos de punta redonda, sonriendo y animando a la gente a acercarse. Cuando vio su cabeza asomada por la ventana, alzó su barbilla en un rápido gesto y se quitó el sombrero para saludarla.

Julien era fácil de identificar aunque no le conocieras. Vestía como los antiguos trovadores, con mallas y calzas de color verde, con camisas de hombreras anchas y colores entre dorados y verdes oscuros. Un sombrero a lo Robin Hodd le daba el último toque a su conjunto que no desentonaba para nada con su acordeón.

Si alguien le hubiera visto así por la calle, le hubiera tachado de loco. Pero era lo bueno de trabajar en el circo, jamás podían decirte nada. A la gente les gustaba pensar que aquello era real y que por primera vez podía volver a la Edad Media, creer que la gente podía volar o ver formas más allá de lo que su cerebro racional les permitía. Por una vez podían usar la imaginación que el mundo moderno y las tecnologías habían robado a muchas personas.

Julien dejó el acordeón a un lado y cogió el violín, tocando una melodía lenta y conmovedora que conocía muy bien. La Chanson du Coucher du Soleil había sido escrita para ella, y no podía evitar sonreír cada vez que Julien la tocaba. Desde pequeña se había dormido con esa canción, desde pequeña la había escuchado y había dejado de llorar. Era su canción. Todo el mundo debería de tener una canción propia, para poder escucharla en los malos y en los buenos momentos y sentirse feliz. Su propia banda sonora.

-Clarisse, Clarisse.-la llamaron, dando golpes a la puerta de su caravana. Se apartó de la ventana y corrió a abrir, colgándose del pomo y dejándose llevar por la puerta cuando se abrió.-¿Aún estás así? Vamos, tenemos que comenzar a prepararlo todo. Visteté.

-Si mamá.-respondió, acercándose a su pequeño armario donde guardaba todos sus trajes. Otras de las ventajas de vivir en un circo era que a pesar de no llegar a los ocho años de edad, Clarisse ya tenía su propia caravana, con armario, cocina, dormitorio y baño para ella sola. Cogió uno de sus vestidos favoritos y se lo puso lo antes posible, sin ni siquiera quitarse el pantalón del pijama.

Su madre la sonrió cuando bajó los escalones que separaban la caravana del suelo y la peinó con los dedos, tirándola del pelo en algún que otro nudo.

La señora Martha no era su madre biológica, pero la quería como si fuera su madre verdadera. La había dado un hogar, una educación y en un futuro, un oficio. Clarisse adoraba el circo, le encantaba pasar las tardes junto conlos tigres o con Julien, tocando alguno de sus instrumentos. A pesar de ser la única niña eso no la deprimía. Era la más mimada y cuidada de todo Le Cirque des Fées. Con solo pestañear o abrir la boca tenía todo lo que ella pidiera. Clarisse tenía una vida, una caravana y una familia, formada por más de veinte personas, pero era su familia aunque con ninguno de ellos compartía una pizca de sangre.

Martha la ayudó a saltar un par de vigas de metal para entrar en el circulo que habían formado un montón de obreros. Allí iban a colocar el circo ese verano. Era un descampado, muy alejado del pueblo, unos cinco kilómetros más o menos. Por eso aquella inauguración iba a ser más espectacular que nunca, llena de luces, colores y formas para que todos los habitantes pudieran verlo. Clarisse se agarró a los bajos de la falda de su mamá y miró a los obreros de uno en uno intentando identificarlos. Sergio era su jefe, el encargado de que todo saliera a pedir de boca y que no hubiera problemas con las vigas o la electricidad. Segio lo sabía todo, ya fuera de electricidad, fontanería o construcción. Podía haber trabajado en cualquier sitio pero había decidido dar todo su saber al circo, el suyo y el de su hijo mayor, Esteban. Clarisse no había hablado nunca con él. Tenía seis años más que ella y se comportaba como si todo lo que le rodeara fuera un aburrimiento. En lo único que le había visto realmente feliz era trabajando. Cuando su padre le pedía que fuera él el que explicara como iban a construir aquella vez el circo, hacer los planos o conectar los circuitos de la luz. Las demás veces, Esteban, hundía sus manos en los bolsillos y miraba al frente con expresión hosca y sin ningunas ganas de hablar.

Martha se acercó a Clermont, el dueño y director del circo. Clarisse le sonrió cuando este le saludó levantando el bastón que siempre llevaba en la mano. A la pequeña, el francés le intimidaba. Era alto y aunque de complexión delgada, el trabajo y el esfuerzo le habían dotado de músculos grandes y fuertes que podían con tres sacos de cemento, aproximadamente, por si solo.

Miró como su madre hablaba con Clermont y a su conversación se le unían Esteban y Sergio para aclarar algunas ideas. Después, Clarisse, salió corriendo.

Sus pies corrían descalzos, pisando la tierra del descampado y haciéndose señales en las palmas de los pies, pero ya estaba acostumbrada y no le importo. Al revés, le gustaba. Le hacía sentir libre, correr lejos de las demás personas y dar pasos, saltar y dar una vuelta, como si estuviera bailando algún tipo de danza sin música, solo con el sonido del viento al cortarse contra su cuerpo.

Y cuando se paró, no estaba sola.

Clarisse vio un par de figuras borrosas al final del descampado, cerca de la carretera. Las figuras iban montadas en bicis de colores chillones y ruedas grandes. Clarisse nunca había visto una bicicleta de dos ruedas, las que ella solía ver solo tenían una rueda y un manillar y aguantar el equilibrio en ellas era muy complicado. A pesar de los años que llevaba intentando aprender, Clarisse siempre acababa en el suelo cuando se confiaba demasiado.

Y era demasiado curiosa para darse media vuelta y alejarse de ese grupo de extraños. Se remangó los bajos del vestido y ando hacía ellos, sin importarle sus pies descalzos, su pelo despeinado y su ropa brillante llena de brillantina.

Los tres niños la miraron con desconfianza de arriba a abajo. Se alejaron un par de pasos, arrastrando sus bicicletas detrás de ellos. Clarisse alzó sus delgadas cejas y les miró uno por uno sin ningún tipo de vergüenza. Tenemos que recordar que nunca había visto a otro niño antes, no pudo evitar sonreír y sentirse ilusionada. El más joven del circo era Esteban y era tan estúpido que ni siquiera ella quería dirigirle la palabra.

-Hola.-saludó, soltando la falda de su vestido y limpiándose la arena que lo había manchado.

Los niños se quedaron callados hasta que uno dio un paso hacía delante, haciendo rodar su bicicleta y alzó la cabeza.

-Hola.-murmuró, mirándola de arriba a abajo, con la boca torcida.

Clarisse no dudó en hacer lo mismo y más cuando vio como el pelo del chico lanzaba destellos naranjas con la luz del sol. No había visto nunca un pelo de aquel color. Recordó como Julien le había explicado los colores del cabello. El suyo era como el chocolate tostado y el de Martha era de un tono caramelo. El de aquél chico lo comparó con el color de una zanahoria, pero no era cierto, Clarisse ese color lo asemejaba más a los atardeceres del otoño. Brillante, suave y haciéndote sentir incapaz de apartar tus ojos de él.

-¿Qué hacéis allí?-preguntó el pelirrojo señalando con su barbilla las vigas que comenzaban a elevarse para abrir el circo. Clarisse no se giró para mirar, sabía perfectamente a que se refería.

-Es Le Cirque de Fées. ¿Nunca lo habéis visto?-preguntó sorprendida.

Los tres chicos negaron con la cabeza a la vez mientras seguían contemplando la construcción de la carpa.

-Es genial, hay perros que montan en bicicleta, hombres que saltan desde lo más alto y dibujan formas con sus cuerpos. Hay caballos que bailan y tigres y leones que saltan por anillos de fuego.-resumió, poniéndole todo el sentimiento que podía a sus palabras.

Los chicos se miraron entre ellos y abrieron la boca en forma de o, sin creérselo del todo pero asombrados por lo que aquella chica les estaba contando. ¿Seria verdad? En un pueblo como aquel nadie había visto a un león, ni a un tigre, y a pocos caballos. Clarisse miró al pelirrojo, el único que estaba más adelantado.

-¿Y tú qué haces?-pegunto este clavando unos ojos azules, terriblemente claros en ella. Clarisse tragó saliva y dudo unos instantes que disimuló aclarándose la garganta.

-¿Ella? Seguro que es la que pide las propinas para poder comprarse un vestido nuevo.-se burlaron los otros dos, que comenzaron a reírse señalándola con la palma de la mano. Clarisse arrugó el ceño y se miró su vestido rojo favorito, el que todo el mundo le había dicho que le quedaba tan bien, el que siempre se ponía para las grandes ocasiones. Sus mejillas se encendieron de color rojo lo que provocó que las risas de ambos fueran más fuertes. Clarissa apretó sus pequeños puños a los costados y chilló lo que nunca debería haber dicho.

-¡Yo soy la bruja!

Los chicos pestañearon, incluso el pelirrojo que no había abierto la boca en ningún momento. La miraron de nuevo de arriba a abajo y algo en su actitud les paralizó un poco. ¿Y si realmente era una bruja?

-Ya claro, eso es una trola. Las brujas, no existen.-el mismo que la había llamado pordiosera continuó hablando, aunque más despacio, con la voz temblandole intentando convencer tanto a sus amigos como a él.

-Claro que existen, yo soy una bruja, y mi madre también. Ella me enseñó.-les explicó moviendo sus pequeñas manos delante de ellos.-Aunque no es solo enseñarlo, tienes que tener el don y eso va en la sangre. No todo el mundo puede ser mago o bruja, si no, se enseñaría en las clases y todo el mundo podría usar la magia como quisiera.

-¿Tú no utilizas la magia como quieres?-preguntó el pelirrojo alzando una ceja imperceptiblemente, curioso.

-No, hay normas, como en el monopoli. Hay cosas que no se pueden hacer, si no las consecuencias serían muy malas.

-Elliot, vayámonos.-pidió el último de los niños, el que había estado callado todo ese tiempo. La miró uno vez más, con el ceño fruncido y los labios encogidos en una fina línea. Cuando se dio cuenta de que Clarisse también le miraba fijamente, apartó la vista y la clavó en el pelirrojo que seguía atendiendo a la conversación con curiosidad.-Se nos va a hacer tarde y yo tengo que estar pronto en casa. Antes de que venga mi padre.

-Si.-respondió el de los ojos azules, asintiendo con la cabeza.

Clarisse abrió la boca, formando una o con sus carnosos labios y les miró de uno en uno a todos. El pelirrojo se encogió de hombros y se montó en su bicicleta de color verde fosforescente. El último que había hablado, de pelo negro oscuro, cortado al dos, solo la miró con hastió y volvió a entornar los ojos. Ambos comenzaron a pelear alejándose de la niña que miró al chico que la había insultado y se había reído de ella. Sonrió mostrando todos sus dientes, pero no como lo hacía Julien, con su sonrisa amable de trovador antiguo. Él lo hizo con malicia, alzando sus dos cejas dos veces.

-No vamos a volver, bruja. Además, se lo diremos a todo el pueblo.-y con toda la fuerza que un niño de siete años puede tener contra otro, la empujó al suelo, cayendo de espaldas sobre la tierra llena de pequeñas piedras.

Clarisse les vio alejarse por la carretera con sus estúpidas bicicletas de dos ruedas y de colores chillones que brillaban con el sol. Odio sus pelos brillantes, del color del atardecer y del anochecer en cada caso, pero no pudo odiar esos ojos azules que le habían preguntado y que parecían tan interesados en lo que ella contaba.

Por primera deseo que la mentira que acababa de contarles fuera real. Que pudiera ser una bruja y entonces se vengaría de ellos, haciendo que sus ruedas se pincharan y tuvieran que pasar la noche en la carretera, sin ayuda de sus padres, solo del circo que habían odiado desde el principio.

Clarisse se levantó del suelo, se abrazó a si misma y volvió otra vez hasta las caravanas, con el vestido destrozado por culpa de las piedras que se le habían enganchado, el pelo aún más despeinado que de costumbre y muy cabizbaja.

Martha la encontró en su caravana, tumbada en la cama boca abajo y con el pijama ya puesto. En su mano traía una bandeja llena de comida. La movió con delicadeza por el hombro, pero al no volverse, Martha se fue de la caravana para dejarla dormir. Clarisse abrió los ojos y se giró hacía la puerta por donde había desaparecido su madre. Miró su plato de comida, que normalmente se hubiera comido con gusto, y volvió a tumbarse en la cama boca abajo. Si Martha se hubiera fijado un poco más, se hubiera dado cuenta de los temblores que sacudían a su hija por culpa de las lagrimas que se escapaban de sus ojos para morir encima de la almohada. Si Martha se hubiera fijado un poco más hubiera descubierto las marcas de piedras en la parte inferior de la espalda. Si Martha se hubiera fijado un poco más hubiera visto el vestido rojo favorito de Clarisse sobresaliendo del cubo de la basura. Pero ya se había ido y no había notado nada raro en la habitación de su hija. Y la pequeña lloró más, porque entonces no tendría a nadie que la consolara, porque todo el circo se había ido a dormir, preparándose para la inauguración que se iba a celebrar el día siguiente. Y pensó en la amenaza de aquel niño. ¿Qué pasaría si al día siguiente, nadie iba al circo?